Matheo era un niño muy curioso que vivía en la ciudad. Un día, mientras jugaba en el parque, vio pasar un tranvía muy colorido y decidió seguirlo.
Kiliancito, el conductor del tranvía, estaba tan sorprendido de ver a Matheo corriendo detrás de él, que decidió llevarlo a dar un paseo. Matheo subió al tranvía y se sentó junto a la ventana, emocionado por la aventura que le esperaba.
El tranvía comenzó a moverse suavemente por las calles de la ciudad. Matheo miraba por la ventana y veía edificios altos, árboles y muchas personas caminando. De repente, el tranvía hizo una parada frente a una frutería.
Matheo vio unas cerezas tan rojas y jugosas que su boca se hizo agua. Bajó del tranvía y compró un montón de cerezas para compartir con Kiliancito. Los dos se sentaron en un banco y disfrutaron de las deliciosas frutas.
Después de comer, Matheo volvió al tranvía, pero esta vez llevaba algo especial consigo: ¡un tambor! Se sentó junto a Kiliancito y comenzó a tocar el tambor mientras el tranvía seguía su camino.
El sonido del tambor era tan alegre que todos los que estaban en la calle sonreían y movían sus pies al ritmo de la música. Matheo estaba tan feliz de hacer felices a los demás con su tambor.
Finalmente, el tranvía hizo su última parada en un parque. Matheo bajó del tranvía y vio a unos niños jugando con un balón. Se acercó a ellos y comenzó a jugar. Todos se divirtieron mucho, riendo y corriendo tras el balón.
Al atardecer, Matheo se despidió de Kiliancito y regresó a casa. Estaba cansado pero feliz por todas las aventuras que había vivido ese día.
El cuento nos enseña que no debemos ser perezosos y que debemos aprovechar la curiosidad y las oportunidades que se nos presentan. Siempre habrá algo emocionante esperándonos si nos atrevemos a explorar y compartir nuestra alegría con los demás.